EMICUS ETNORESEARCH LAB

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¿Quiénes somos?

EMICUS es una agencia de investigación de mercados que se fundamenta metodológicamente en la antropología aplicada y de consumo, sociología del consumo, comunicación y mercadotecnia y cuyo objetivo general es proveer de conocimiento a nuestros clientes sobre los distintos temas de la cultura de consumo.

EMICUS etnoresearch is a marketing research agency methodologically based on cultural anthropology, anthropology and sociology of consumption which its general objective is to provide knowledge to our customers about consumption cultural patterns in any kind of context.

Misión: Generar información multidisciplinaria en torno a los valores, significados, hábitos y costumbres de los consumidores con relación a un tópico marca, producto o servicio.

Visión: Ser un aliado para nuestros clientes ofreciendo conocimiento profundo y de primera mano para la toma de decisiones

¿Qué hacemos?

A partir de un acercamiento creativo, académico y multidisciplinario buscamos e implementamos constantemente nuevos métodos y técnicas de investigación que se adaptan a las necesidades específicas de nuestros clientes para generar información de primera mano, de calidad y accionable.

En EMICUS generamos metodologías de investigación para cada cliente y proporcionamos diversos enfoques para analizar aspectos concretos y problemas sobre hábitos y formas de consumo de bienes y servicios.

¿Cómo lo hacemos?

Aplicamos diferentes métodos y técnicas de investigación en espacios y contextos reales in situ –no simulados- para llevar a cabo un mejor entendimiento sobre el comportamiento de las personas y su impacto en la cultura de consumo.

Generamos consultoría especializada ordenando, clasificando y codificando datos con sistemas de información multimedia y actualizables.

Involucramos a nuestros clientes en todos los procesos de la investigación.

Utilizamos software especializados para el procesamiento de datos

miércoles, 26 de marzo de 2008

Antropología y consumo Parte 2 (Ver autores en la primera parte)

EL CONSUMO COMO PROCESO SOCIAL

 

La mayoría de las teorías socioeconómicas sobre el consumo derivan de Thorstein Veblen o de Karl Marx. Adam Smith, que entendió el consumo como la reproducción de la producción dio lugar, mediado por Marx, a la idea del consumo como realización materialista de la identidad burguesa. Más tarde, Weber, Sombart y Veblen analizaron el modo en que esa identidad se proyecta en prácticas de adquisición emuladora y competitive con objeto de determinar, o reafirmar, la posición socioeconómica. La aproximación social, típicamente, relaciona el consumo con la competencia de clases, la alienación o la ruptura de la unidad orgánica de un ciclo económico primordial basado en el uso-valor. El consumo es un elemento que remite a la formación económica y vincula, o divide, a los diversos grupos sociales. Veamos las aportaciones sustantivas con más detalle.

En Mary Douglas y Baron Isherwood, The World of Goods (1979) y Bourdieu, Distinction (1979 [1988]) hallamos una aproximación menos semiótica al consumo, una aproximación que se ha definido como categorical (Colloredo-Mansfeld, 2005). En efecto, Mary Douglas, en Purity and Danger (1966), sostenía que los tabúes alimenticios se interpretan mejor como un intento humano por preservar la claridad de las categorías culturales; y en Douglas e Isherwood (1979) hallamos la siguiente declaración de principios:“en vez de suponer que los bienes son necesidades para la subsistencia o formas de ostentación competitiva, asumamos que sirven para hacer visibles y estables las categorías de la cultura” (1979: 59). Estos autores, aún y albergando cierto culturalismo, aspiran a una visión más comprehensiva de las preferencias del consumo, poniendo de relieve lo social sobre lo cultural. Así, mientras que consideran que “los bienes en combinación presentan un conjunto de significados más o menos coherente” (1978: 5), insisten en que “los bienes son neutrales, su uso es social…” (1978: 12). Esta doble perspectiva ilumina la conexión entre lo simbólico y lo económico: “siempre existirán [bienes de] lujo, pues el rango debe marcarse” (1978: 118). El consumo es así un modo de proyectar, afirmar o reafirmar el estatus individual en la estructura social y, por lo tanto, el acto de consumir resulta ininteligible sin prestar atención al patrón de comportamiento más amplio (Bergesen, 1981: 482). Veamos esta relación entre lo simbólico y lo social a la luz de la crítica a la economía neoclásica.

La crítica de Douglas y Baron Isherwood (1979) a la postura neoclásica es bien conocida en antropología económica: el consumo “debe llevarse al campo del proceso social” (1979: 3) y no puede reducirse a un agregado de individuos. La teoría marginalista clásica interpreta el consumo como producción negativa, esto es, como la destrucción de las utilidades producidas:

 

[…] consumption may be regarded as negative production. Just as man can produce only “utilities”, so he can consume nothing more … as his production of material products is really nothing more than a rearrangement of matter which gives it new utilities; so his consumption of them is nothing more than a disarrangement of matter, which lessens or destroys its utilities (Marsall, 1964:22, cit. en Narotzky 1997:103).

 

El consumo finaliza de esta forma el proceso económico en sentido estricto,es decir, lo elimina. Una vez adquiridos los bienes en el mercado, el consumo desaparece de la esfera económica. Pero esta perspectiva deja sin resolver importantes cuestiones referentes al contexto social y al propio proceso de consumo, sobre las que luego regresaremos. Conviene antes, sin embargo, evaluar cómo la economía neoclásica ha entendido generalmente el objeto del consumo (servicios, bienes, objetos de lujo…) y la cuestión del ahorro.

La economía neoclásica ha asumido como “natural” y axiomático el concepto de “necesidad” (y su gradación), cuya satisfacción es el objetivo del proceso económico. Los antropólogos socioculturales, siguiendo los pasos de Marx, han tendido a dividir el consumo moderno basado en deseos ilimitados y consumo ‘primitivo’ determinado por normas culturales y estándares costumbristas. Pero esto es algo que dista mucho de estar claro (Cf. Sempere, 1992). De acuerdo con Wilk, es posible mostrar un incremento de las necesidades entre (al menos) algunos miembros de la sociedad miles de años antes de la emergencia del capitalismo moderno (2001: 112). Por otra parte, ¿cómo diferenciar entre bienes necesarios y bienes lujosos sin atender a variables culturales o de clase? Adam Smith (1776, Cap. II) lo planteó en los siguientes términos:

 

By necessaries I understand not only the kind of commodities which are indispensably necessary for the support of life, but whatever the custom of the country renders it indecent for creditable people, even of the lowest order, to be without. . . . Under necessaries, therefore, I comprehend not only those things which nature, but those things which the established rules of decency have rendered necessary to the lowest rank of people. All other things I call luxuries; without meaning by this appellation to throw the smallest degree of reproach upon the temperate use of them. Beer and ale, for example, in Great Britain, and wine, even in the wine countries, I call luxuries. A man of any rank may, without any reproach, abstain totally from tasting such liquors. Nature does not render them necessary for the support of life, and custom nowhere renders it indecent to live without them.

 

Es pues necesario atender a la satisfacción no sólo de las necesidades fisiológicas (hambre, sed, abrigo) sino a los estándares mínimos que establece cada sociedad para diferenciar entre bienes necesarios y bienes lujosos. Superados estos estándares, si un hombre puede mantener su posición renunciando a un bien, entonces este bien constituiría un lujo.

Desde una perspectiva propiamente marginalista los bienes lujosos se diferencian de los “necesarios” en función del grado de elasticidad de su demanda en relación a un aumento del precio. Recordamos que, según el marginalismo, la demanda de un consumidor por un producto queda determinada no por la utilidad total sino por su utilidad marginal. Así, mientras mayor es la oferta de un producto, menor es su utilidad marginal.

Los bienes “necesarios”, por lo tanto, presentan una elasticidad por debajo de la unidad, mientras que los “lujosos” lo harían por encima. Esto significa que a medida que aumentan los ingresos la demanda de bienes de primera necesidad crecería proporcionalmente por debajo de la demanda de objetos de lujo. Sin embargo, esto no explica por qué ciertos bienes pasan de ser lujosos a ser percibidos como necesarios. El estudio de Mintz (1985) sobre la introducción del azúcar en los hábitos alimentarios de la clase trabajadora en Inglaterra nos informa de los condicionantes históricos del consumo, de los “gustos” y de la cocina (Cf. Goody, 1982). El azúcar, propio de la elite inglesa, se popularizó hasta el extremo de sustituir otros productos asociados a la clase obrera, como la cerveza y el pan hechos en casa. Este proceso se explica tanto por los intereses de los importadores del producto (que empleaban mano de obra esclava) como por los intereses de los capitalistas ingleses en introducir bebidas reconstituyentes (té y azúcar), en lugar de más comidas, en el proceso productivo.

El otro gran tema relacionado con el consumo es el ahorro, que puede entenderse como consumo diferido. ¿Por qué la gente ahorra? Douglas e Isherwood (1979) han mostrado las dificultades de los economistas para explicar este fenómeno. Keynes plantea el ahorro como una respuesta psicológica universal que conlleva no gastar en la misma proporción que aumentan los ingresos. Ahora bien, aducen los autores, en el siglo XIX

aumentaron los ingresos y no lo hizo el ahorro. Friedman, por su parte, afirma que la elección entre consumo y ahorro se realiza de una forma perfectamente racional. Un objetivo racional del consumidor es igualar su consumo a lo largo de la vida. Por lo tanto, el ahorro está destinado a compensar posibles decrementos de los ingresos del futuro. El ahorro es prudente y la prudencia es racional. Un tercer autor, Duesenberry, trata de explicar el ahorro mediante la variable social: los individuos consumen en función de la subcultura en la que estén inscritos y ahorran en función de

sus ingresos. Así, un individuo con altos ingresos podrá atender a su gasto “social” y ahorrar al mismo tiempo, mientras que un individuo con ingresos menores no podrá hacerlo pues, una vez descontada la renta gastada por la presión del grupo, no le quedará renta disponible para ahorrar. Como vemos, el individualismo metodológico no puede dar cuenta del ahorro. Sin negar la dimensión simbólica del consumo, consideramos que el consumo de masas obedece principalmente a la lógica del sistema capitalista: el Capitalismo no solamente trata de reproducirse a la tasa más alta posible

sino que busca constantemente en la cultura los medios para hacerlo posible, ya sea mediante el turismo, mercantilizando la propia cultura (Jameson, 1991) o en forma de objetos de prestigio en el pasado. En este sentido, el capitalismo crea su propia demanda de bienes (Galbraith, 1967) a través de los medios que controla y que son el marketing y la demanda estatal.

A la pregunta de por qué se prefieren unos bienes en particular, una posible respuesta es que el consumo de masas se orienta a convertir en objetos cotidianos los objetos atribuidos históricamente a las clases altas (Bell, 1977). Los blasones supuestamente históricos que aparecen en objetos de todo tipo, las vajillas y cuberterías presentes en todas las casas de clase baja, la ropa y el calzado, en fin, todos los bienes de consumo nos informan de la clase social a la que pertenecen (o desean pertenecer) sus propietarios. Pero los consumidores son soberanos en el plano ideológico solamente. Las empresas multinacionales se aseguran una demanda adecuada mediante el formidable desarrollo de una maquinaria de manipulación constantemente perfeccionada por la investigación de mercados. Esta manipulación hace que la gente desee consumir lo que se le ofrece. ¿Qué sería de nuestro sistema económico si, llegados a un punto determinado, las personas decidiesen dejar de trabajar (y por tanto de consumir)? La crisis de consumo forzada por la falta de trabajo es, como vimos en capítulos anteriores, el tema que analiza Rifkin en El fin de trabajo. Inglehart (1977, 1990), explorando una vía similar, afirma que en las sociedades “avanzadas” se está desarrollando una nueva clase de consumidores post-materialistas que reducen su

consumo y que pueden poner en peligro el sistema capitalista. Por supuesto, el sistema buscará las formas de evitarlo.

Supuestamente, continúa Galbraith, el consumidor expresa sus gustos en el mercado según sus necesidades y tales elecciones informan a los productores para que ajusten la oferta. Si los ofertantes se ajustan, ganan; si ignoran al consumidor pierden. Pero la realidad es que el consumidor está subordinado a los intereses de la organización y de su aparato de marketing. Proclamar que el consumidor es el rey no es más que un eficaz mecanismo de legitimación de la manipulación. El “ciudadano” de hoy ha estado educado principalmente para comprar y, en la actual sociedad occidental de mercado,

la máxima consumir para subsistir tiende a ser sinónimo de subsistir para consumir. Esta última reflexión crítica fue explorada, hace décadas, por la neo-marxista Escuela de Frankfurt, particularmente Adorno y Horkheimer, viendo en el consumo desmesurado una respuesta propia de una sociedad capitalista, opulenta, pasiva (Pennell, 1999; Cf. Miller 1995: 144). Si alguien tiene alguna duda sobre la influencia del proceso de consumo, le invitamos a reexaminar la tesis de la Mcdonalización de la sociedad de Ritzer, presentada en capítulos anteriores: un sistema organizativo ha provocado

un cambio en los hábitos de consumo de cientos de millones de personas que, por lo visto, no ha hecho más que empezar.

La perspectiva del consumo procesual ha originado importantes trabajos relacionando el consumo con la dominación que ejerce (o la resistencia frente a) el capitalismo, la ideología colonial, los programas de desarrollo, la globalización o el mercado de trabajo transnacional. Burke (1997), por ejemplo, en su estudio de la introducción del jabón en Zimbabwe muestra cómo el régimen colonial británico empleó el ámbito de la higiene para dividir y controlar a los sujetos, siendo el jabón un importante modo de marcar distinciones étnicas, de clase y de género tanto para los colonialistas como para los colonizados. Otros trabajos relevantes en esta línea son, por ejemplo, el estudio de los niños criollos en Belice (Wilk, 1994), el de los trabajadores peri-urbanos en las islas del pacífico Vanuatu (Philibert y Jourdan, 1996), los cultivadores de café en Tanzania (Weiss, 1996) o el análisis de la comida como medio de introducción del capitalismo en

Ecuador (Weismantel, 1988) (en Collorado-Mansfeld, 2005: 220-1). En Rutz y Orlove, The Social Economy of Consumption (1987), se halla una compilación de casos etnográficos que estudian el efecto de la dispersión de bienes de consumo de masas en sociedades no occidentales. La idea central es, precisamente, que el consumo puede ser tanto un modo de afirmar el orden social como una vía de promoción de la resistencia y el cambio.

Antes de finalizar este apartado cabe hacer una última reflexión teórica sobre la relación entre consumo de masas y el capitalismo. El capitalismo no ha estado siempre asociado con el consumo ostensible. De hecho, Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), muestra cómo la moral del hombre de negocios calvinista era la del trabajo y la austeridad. Una vida sencilla que contrastaba con la acumulación. No obstante, aquella austeridad protestante dejó paso al consumo de masas por las necesidades creadas por el capitalismo.

Brewer y Porter, en Consumption and the World of Goods (1993) aportan una colección de 25 ensayos de carácter histórico-cultural en torno al desarrollo de nuevos patrones de consumo y sus implicaciones en Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Allí se plantea, a partir de un artículo de Joel Mokyr (1977) [“Demand vs. Supply in the Industrial Revolution”, Journal of Economic History 37:981-1008, 1977], la siguiente cuestión: ¿estuvo la industrialización inducida por la demanda o por la oferta? Ciertos autores aducen que en la Inglaterra del S. XVII-XVIII se aprecia un aumento sustancial del consumo especialmente entre las clases bajas, así como una relación entre el deseo de nuevo bienes y el deseo de trabajar más y más horas para obtener tales bienes. Esto confirmaría, por lo tanto, una relación entre la demanda y el desarrollo de la revolución industrial. Esta importante línea de investigación se ha obviado durante tanto tiempo porque, según Engerman (1995: 478), la herencia histórica ha tendido a minimizar la expansión del consumismo en la clase baja y no ha tenido demasiado en cuenta factores que podrían haber potenciado el consumo en esos estratos sociales, como el deseo de mejora familiar, la manipulación ideológica o la emulación, aspectos que nos conducen, finalmente, a las tesis de Thorstein Veblen.

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