EMICUS ETNORESEARCH LAB

BIENVENIDOS A EMICUS ETNORESEARCH LAB

¿Quiénes somos?

EMICUS es una agencia de investigación de mercados que se fundamenta metodológicamente en la antropología aplicada y de consumo, sociología del consumo, comunicación y mercadotecnia y cuyo objetivo general es proveer de conocimiento a nuestros clientes sobre los distintos temas de la cultura de consumo.

EMICUS etnoresearch is a marketing research agency methodologically based on cultural anthropology, anthropology and sociology of consumption which its general objective is to provide knowledge to our customers about consumption cultural patterns in any kind of context.

Misión: Generar información multidisciplinaria en torno a los valores, significados, hábitos y costumbres de los consumidores con relación a un tópico marca, producto o servicio.

Visión: Ser un aliado para nuestros clientes ofreciendo conocimiento profundo y de primera mano para la toma de decisiones

¿Qué hacemos?

A partir de un acercamiento creativo, académico y multidisciplinario buscamos e implementamos constantemente nuevos métodos y técnicas de investigación que se adaptan a las necesidades específicas de nuestros clientes para generar información de primera mano, de calidad y accionable.

En EMICUS generamos metodologías de investigación para cada cliente y proporcionamos diversos enfoques para analizar aspectos concretos y problemas sobre hábitos y formas de consumo de bienes y servicios.

¿Cómo lo hacemos?

Aplicamos diferentes métodos y técnicas de investigación en espacios y contextos reales in situ –no simulados- para llevar a cabo un mejor entendimiento sobre el comportamiento de las personas y su impacto en la cultura de consumo.

Generamos consultoría especializada ordenando, clasificando y codificando datos con sistemas de información multimedia y actualizables.

Involucramos a nuestros clientes en todos los procesos de la investigación.

Utilizamos software especializados para el procesamiento de datos

miércoles, 26 de marzo de 2008

Antropología y consumo Parte 2 (Ver autores en la primera parte)

EL CONSUMO COMO PROCESO SOCIAL

 

La mayoría de las teorías socioeconómicas sobre el consumo derivan de Thorstein Veblen o de Karl Marx. Adam Smith, que entendió el consumo como la reproducción de la producción dio lugar, mediado por Marx, a la idea del consumo como realización materialista de la identidad burguesa. Más tarde, Weber, Sombart y Veblen analizaron el modo en que esa identidad se proyecta en prácticas de adquisición emuladora y competitive con objeto de determinar, o reafirmar, la posición socioeconómica. La aproximación social, típicamente, relaciona el consumo con la competencia de clases, la alienación o la ruptura de la unidad orgánica de un ciclo económico primordial basado en el uso-valor. El consumo es un elemento que remite a la formación económica y vincula, o divide, a los diversos grupos sociales. Veamos las aportaciones sustantivas con más detalle.

En Mary Douglas y Baron Isherwood, The World of Goods (1979) y Bourdieu, Distinction (1979 [1988]) hallamos una aproximación menos semiótica al consumo, una aproximación que se ha definido como categorical (Colloredo-Mansfeld, 2005). En efecto, Mary Douglas, en Purity and Danger (1966), sostenía que los tabúes alimenticios se interpretan mejor como un intento humano por preservar la claridad de las categorías culturales; y en Douglas e Isherwood (1979) hallamos la siguiente declaración de principios:“en vez de suponer que los bienes son necesidades para la subsistencia o formas de ostentación competitiva, asumamos que sirven para hacer visibles y estables las categorías de la cultura” (1979: 59). Estos autores, aún y albergando cierto culturalismo, aspiran a una visión más comprehensiva de las preferencias del consumo, poniendo de relieve lo social sobre lo cultural. Así, mientras que consideran que “los bienes en combinación presentan un conjunto de significados más o menos coherente” (1978: 5), insisten en que “los bienes son neutrales, su uso es social…” (1978: 12). Esta doble perspectiva ilumina la conexión entre lo simbólico y lo económico: “siempre existirán [bienes de] lujo, pues el rango debe marcarse” (1978: 118). El consumo es así un modo de proyectar, afirmar o reafirmar el estatus individual en la estructura social y, por lo tanto, el acto de consumir resulta ininteligible sin prestar atención al patrón de comportamiento más amplio (Bergesen, 1981: 482). Veamos esta relación entre lo simbólico y lo social a la luz de la crítica a la economía neoclásica.

La crítica de Douglas y Baron Isherwood (1979) a la postura neoclásica es bien conocida en antropología económica: el consumo “debe llevarse al campo del proceso social” (1979: 3) y no puede reducirse a un agregado de individuos. La teoría marginalista clásica interpreta el consumo como producción negativa, esto es, como la destrucción de las utilidades producidas:

 

[…] consumption may be regarded as negative production. Just as man can produce only “utilities”, so he can consume nothing more … as his production of material products is really nothing more than a rearrangement of matter which gives it new utilities; so his consumption of them is nothing more than a disarrangement of matter, which lessens or destroys its utilities (Marsall, 1964:22, cit. en Narotzky 1997:103).

 

El consumo finaliza de esta forma el proceso económico en sentido estricto,es decir, lo elimina. Una vez adquiridos los bienes en el mercado, el consumo desaparece de la esfera económica. Pero esta perspectiva deja sin resolver importantes cuestiones referentes al contexto social y al propio proceso de consumo, sobre las que luego regresaremos. Conviene antes, sin embargo, evaluar cómo la economía neoclásica ha entendido generalmente el objeto del consumo (servicios, bienes, objetos de lujo…) y la cuestión del ahorro.

La economía neoclásica ha asumido como “natural” y axiomático el concepto de “necesidad” (y su gradación), cuya satisfacción es el objetivo del proceso económico. Los antropólogos socioculturales, siguiendo los pasos de Marx, han tendido a dividir el consumo moderno basado en deseos ilimitados y consumo ‘primitivo’ determinado por normas culturales y estándares costumbristas. Pero esto es algo que dista mucho de estar claro (Cf. Sempere, 1992). De acuerdo con Wilk, es posible mostrar un incremento de las necesidades entre (al menos) algunos miembros de la sociedad miles de años antes de la emergencia del capitalismo moderno (2001: 112). Por otra parte, ¿cómo diferenciar entre bienes necesarios y bienes lujosos sin atender a variables culturales o de clase? Adam Smith (1776, Cap. II) lo planteó en los siguientes términos:

 

By necessaries I understand not only the kind of commodities which are indispensably necessary for the support of life, but whatever the custom of the country renders it indecent for creditable people, even of the lowest order, to be without. . . . Under necessaries, therefore, I comprehend not only those things which nature, but those things which the established rules of decency have rendered necessary to the lowest rank of people. All other things I call luxuries; without meaning by this appellation to throw the smallest degree of reproach upon the temperate use of them. Beer and ale, for example, in Great Britain, and wine, even in the wine countries, I call luxuries. A man of any rank may, without any reproach, abstain totally from tasting such liquors. Nature does not render them necessary for the support of life, and custom nowhere renders it indecent to live without them.

 

Es pues necesario atender a la satisfacción no sólo de las necesidades fisiológicas (hambre, sed, abrigo) sino a los estándares mínimos que establece cada sociedad para diferenciar entre bienes necesarios y bienes lujosos. Superados estos estándares, si un hombre puede mantener su posición renunciando a un bien, entonces este bien constituiría un lujo.

Desde una perspectiva propiamente marginalista los bienes lujosos se diferencian de los “necesarios” en función del grado de elasticidad de su demanda en relación a un aumento del precio. Recordamos que, según el marginalismo, la demanda de un consumidor por un producto queda determinada no por la utilidad total sino por su utilidad marginal. Así, mientras mayor es la oferta de un producto, menor es su utilidad marginal.

Los bienes “necesarios”, por lo tanto, presentan una elasticidad por debajo de la unidad, mientras que los “lujosos” lo harían por encima. Esto significa que a medida que aumentan los ingresos la demanda de bienes de primera necesidad crecería proporcionalmente por debajo de la demanda de objetos de lujo. Sin embargo, esto no explica por qué ciertos bienes pasan de ser lujosos a ser percibidos como necesarios. El estudio de Mintz (1985) sobre la introducción del azúcar en los hábitos alimentarios de la clase trabajadora en Inglaterra nos informa de los condicionantes históricos del consumo, de los “gustos” y de la cocina (Cf. Goody, 1982). El azúcar, propio de la elite inglesa, se popularizó hasta el extremo de sustituir otros productos asociados a la clase obrera, como la cerveza y el pan hechos en casa. Este proceso se explica tanto por los intereses de los importadores del producto (que empleaban mano de obra esclava) como por los intereses de los capitalistas ingleses en introducir bebidas reconstituyentes (té y azúcar), en lugar de más comidas, en el proceso productivo.

El otro gran tema relacionado con el consumo es el ahorro, que puede entenderse como consumo diferido. ¿Por qué la gente ahorra? Douglas e Isherwood (1979) han mostrado las dificultades de los economistas para explicar este fenómeno. Keynes plantea el ahorro como una respuesta psicológica universal que conlleva no gastar en la misma proporción que aumentan los ingresos. Ahora bien, aducen los autores, en el siglo XIX

aumentaron los ingresos y no lo hizo el ahorro. Friedman, por su parte, afirma que la elección entre consumo y ahorro se realiza de una forma perfectamente racional. Un objetivo racional del consumidor es igualar su consumo a lo largo de la vida. Por lo tanto, el ahorro está destinado a compensar posibles decrementos de los ingresos del futuro. El ahorro es prudente y la prudencia es racional. Un tercer autor, Duesenberry, trata de explicar el ahorro mediante la variable social: los individuos consumen en función de la subcultura en la que estén inscritos y ahorran en función de

sus ingresos. Así, un individuo con altos ingresos podrá atender a su gasto “social” y ahorrar al mismo tiempo, mientras que un individuo con ingresos menores no podrá hacerlo pues, una vez descontada la renta gastada por la presión del grupo, no le quedará renta disponible para ahorrar. Como vemos, el individualismo metodológico no puede dar cuenta del ahorro. Sin negar la dimensión simbólica del consumo, consideramos que el consumo de masas obedece principalmente a la lógica del sistema capitalista: el Capitalismo no solamente trata de reproducirse a la tasa más alta posible

sino que busca constantemente en la cultura los medios para hacerlo posible, ya sea mediante el turismo, mercantilizando la propia cultura (Jameson, 1991) o en forma de objetos de prestigio en el pasado. En este sentido, el capitalismo crea su propia demanda de bienes (Galbraith, 1967) a través de los medios que controla y que son el marketing y la demanda estatal.

A la pregunta de por qué se prefieren unos bienes en particular, una posible respuesta es que el consumo de masas se orienta a convertir en objetos cotidianos los objetos atribuidos históricamente a las clases altas (Bell, 1977). Los blasones supuestamente históricos que aparecen en objetos de todo tipo, las vajillas y cuberterías presentes en todas las casas de clase baja, la ropa y el calzado, en fin, todos los bienes de consumo nos informan de la clase social a la que pertenecen (o desean pertenecer) sus propietarios. Pero los consumidores son soberanos en el plano ideológico solamente. Las empresas multinacionales se aseguran una demanda adecuada mediante el formidable desarrollo de una maquinaria de manipulación constantemente perfeccionada por la investigación de mercados. Esta manipulación hace que la gente desee consumir lo que se le ofrece. ¿Qué sería de nuestro sistema económico si, llegados a un punto determinado, las personas decidiesen dejar de trabajar (y por tanto de consumir)? La crisis de consumo forzada por la falta de trabajo es, como vimos en capítulos anteriores, el tema que analiza Rifkin en El fin de trabajo. Inglehart (1977, 1990), explorando una vía similar, afirma que en las sociedades “avanzadas” se está desarrollando una nueva clase de consumidores post-materialistas que reducen su

consumo y que pueden poner en peligro el sistema capitalista. Por supuesto, el sistema buscará las formas de evitarlo.

Supuestamente, continúa Galbraith, el consumidor expresa sus gustos en el mercado según sus necesidades y tales elecciones informan a los productores para que ajusten la oferta. Si los ofertantes se ajustan, ganan; si ignoran al consumidor pierden. Pero la realidad es que el consumidor está subordinado a los intereses de la organización y de su aparato de marketing. Proclamar que el consumidor es el rey no es más que un eficaz mecanismo de legitimación de la manipulación. El “ciudadano” de hoy ha estado educado principalmente para comprar y, en la actual sociedad occidental de mercado,

la máxima consumir para subsistir tiende a ser sinónimo de subsistir para consumir. Esta última reflexión crítica fue explorada, hace décadas, por la neo-marxista Escuela de Frankfurt, particularmente Adorno y Horkheimer, viendo en el consumo desmesurado una respuesta propia de una sociedad capitalista, opulenta, pasiva (Pennell, 1999; Cf. Miller 1995: 144). Si alguien tiene alguna duda sobre la influencia del proceso de consumo, le invitamos a reexaminar la tesis de la Mcdonalización de la sociedad de Ritzer, presentada en capítulos anteriores: un sistema organizativo ha provocado

un cambio en los hábitos de consumo de cientos de millones de personas que, por lo visto, no ha hecho más que empezar.

La perspectiva del consumo procesual ha originado importantes trabajos relacionando el consumo con la dominación que ejerce (o la resistencia frente a) el capitalismo, la ideología colonial, los programas de desarrollo, la globalización o el mercado de trabajo transnacional. Burke (1997), por ejemplo, en su estudio de la introducción del jabón en Zimbabwe muestra cómo el régimen colonial británico empleó el ámbito de la higiene para dividir y controlar a los sujetos, siendo el jabón un importante modo de marcar distinciones étnicas, de clase y de género tanto para los colonialistas como para los colonizados. Otros trabajos relevantes en esta línea son, por ejemplo, el estudio de los niños criollos en Belice (Wilk, 1994), el de los trabajadores peri-urbanos en las islas del pacífico Vanuatu (Philibert y Jourdan, 1996), los cultivadores de café en Tanzania (Weiss, 1996) o el análisis de la comida como medio de introducción del capitalismo en

Ecuador (Weismantel, 1988) (en Collorado-Mansfeld, 2005: 220-1). En Rutz y Orlove, The Social Economy of Consumption (1987), se halla una compilación de casos etnográficos que estudian el efecto de la dispersión de bienes de consumo de masas en sociedades no occidentales. La idea central es, precisamente, que el consumo puede ser tanto un modo de afirmar el orden social como una vía de promoción de la resistencia y el cambio.

Antes de finalizar este apartado cabe hacer una última reflexión teórica sobre la relación entre consumo de masas y el capitalismo. El capitalismo no ha estado siempre asociado con el consumo ostensible. De hecho, Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), muestra cómo la moral del hombre de negocios calvinista era la del trabajo y la austeridad. Una vida sencilla que contrastaba con la acumulación. No obstante, aquella austeridad protestante dejó paso al consumo de masas por las necesidades creadas por el capitalismo.

Brewer y Porter, en Consumption and the World of Goods (1993) aportan una colección de 25 ensayos de carácter histórico-cultural en torno al desarrollo de nuevos patrones de consumo y sus implicaciones en Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Allí se plantea, a partir de un artículo de Joel Mokyr (1977) [“Demand vs. Supply in the Industrial Revolution”, Journal of Economic History 37:981-1008, 1977], la siguiente cuestión: ¿estuvo la industrialización inducida por la demanda o por la oferta? Ciertos autores aducen que en la Inglaterra del S. XVII-XVIII se aprecia un aumento sustancial del consumo especialmente entre las clases bajas, así como una relación entre el deseo de nuevo bienes y el deseo de trabajar más y más horas para obtener tales bienes. Esto confirmaría, por lo tanto, una relación entre la demanda y el desarrollo de la revolución industrial. Esta importante línea de investigación se ha obviado durante tanto tiempo porque, según Engerman (1995: 478), la herencia histórica ha tendido a minimizar la expansión del consumismo en la clase baja y no ha tenido demasiado en cuenta factores que podrían haber potenciado el consumo en esos estratos sociales, como el deseo de mejora familiar, la manipulación ideológica o la emulación, aspectos que nos conducen, finalmente, a las tesis de Thorstein Veblen.

domingo, 9 de marzo de 2008

Antropología y Consumo Parte 1

ANTROPOLOGÍA Y CONSUMO 

José Luis Molina y Hugo Valenzuela

Septiembre 2006 UBA

No ha sido hasta fecha reciente que el consumo se ha constituido como un campo específico de investigación, y esta dilación teórica resulta enigmática teniendo en cuenta que nuestro entorno se abarrota crecientemente de todo tipo de bienes de consumo (Cf. Miller 1983, 1995; Schiffer 2001). En 1995, sin embargo, Daniel Miller pronosticó que el consumo transformaría la antropología como disciplina y que éste pasaría a ocupar el lugar central que históricamente ha ocupado el parentesco. Pero a pesar de su optimismo el consumo ha sido considerado hasta hace poco un simple epifenómeno de la producción desde la perspectiva marxista o bien un equivalente a la demanda desde la teoría neoclásica (Narotzky, 1997:100).

En antropología pueden distinguirse tres aproximaciones al consumo, en ocasiones complementarias: 

a) una aproximación culturalista que explora la función comunicativa o simbólica de los bienes; 
b) una aproximación que intenta explicar el consumo a partir de la estructura social y 
c) una aproximación materialista que estudia el consumo como una fase más del proceso económico, estudiando su organización de la misma forma que la producción o de la distribución, procesos que tanta atención han recibido históricamente

En este capítulo exploraremos estas tres aproximaciones y apuntaremos las contribuciones más relevantes.

EL CONSUMO DESDE LA ÓPTICA CULTURALISTA
La mayoría de las aproximaciones antropológicas al consumo comparte la visión culturalista, según la cual el significado de los bienes consumidos define identidades y, así, diferencias o similitudes entre grupos sociales.
Según esta perspectiva las necesidades y los deseos son en gran parte productos de la ideología; luego el consumo es algo más que la activación racional de una preferencia económica: es un medio de comunicación, un modo de señalar la localización del individuo en el espacio social. 
Un ejemplo etnográfico de esta perspectiva se halla en Mills (1997) y su estudio sobre la migración femenina tailandesa desde zonas rurales a zonas urbanas:

Migrant’s consumption is not simple a reflection of material interests or economic need but is also a cultural process, engaging powerful if often conflicting cultural discourses about family relations, gender roles, and Thai construction of modernity (…) As a result, market commodities and commodified forms of social practice serve as important vehicles for the construction and contestation of identity. Attention to worker’s commodity consumption points not only to some of the cultural conflicts involved inlabour migration but also to an important arena wherein women can mobilise dominant symbols and meanings to serve their own interests and to stretch, if only temporarily, the limits of their subordination within the wider society (Mills 1997: 54)

La aproximación culturalista se inspira en cierta literatura semiológica y estructuralista francesa que aborda el significado implícito de la cultura material en general y de los bienes de consumo en particular (Cf. Barthes, 1972; Baudrillard, 1981). Las mercancías son, bajo esta mirada, signos que codifican ideologías y el consumo es la actividad que proporciona información sobre la identidad del consumidor y su “forma de vida” (Campbell, 1995b).
Esta tendencia simbólica, semiológica, subyace en los referentes antropológicos clásicos al consumo (Bourdieu, 1984; Sahlins, 1976; Douglas & Isherwood, 1979) e inspira a buena parte de la literatura posterior: Mihaly Csikszentmihalyi y Eugene Rocheberg-Halton Meaning of Things: Domestic Symbols and the Self (1981), Chandra Mukerji From Graven Images: Patterns of Modern Materialism (1983), Arjun Appadurai The Social Life of Things: Commodities in Cultural Perspective (1986), Grant McCracken Culture and Consumption: New Approaches to the Symbolic Character of Consumer Goods and Activities (1988), Brewer y Porter Consumption and the World of Goods (1993) y Friedman Consumption and identity (1994).
Sahlins (1976) y Baudrillard (1981), posiblemente los representantes más culturalistas, comparten la inclinación estructuralista y la crítica al marxismo. Baudrillard, que luego vendría a ser uno de los gurús del movimiento postmoderno, habla de un mundo estructural de significados definidos por las relaciones entre objetos. Sahlins (1976), por su parte, afirma que el consumo no es más que el reflejo superficial de oposiciones estructurales y categorías binarias de un orden cultural (Cf. Lévi-Strauss) y considera, por ejemplo, que las diferencias simbólicas entre los diversos modos de vestirse producen y reproducen “las diferencias significantes entre unidades sociales” (1976: 181). McCraken Culture and Consumption (1988), otro exponente del culturalismo, considera que el consumo es esencialmente un fenómeno cultural cargado de significado, aunque éste pueda variar según la moda y la publicidad. Desmarcándose del análisis clásico de Simmel, Fashion (1904), entiende la moda como la imitación, por parte de los grupos subordinados, de los estratos sociales elevados, que a su vez tratan de distanciarse de los primeros, generándose así un proceso cíclico y dinámico (Cf. Veblen, 1899). McCraken emplea el término consumo curatorio para describir “un patrón de consumo en el que el individuo trata sus posesiones como si tuviesen un fuerte valor mnemónico” (1988: 49). Por esa razón, afirma el autor, el individuo conserva, expone y transmite ciertos bienes, porque pueden encarnar un sentido de continuidad y estabilidad ante cambios sociales radicales. Es decir, para McCracken los bienes son depositarios de ideales y valores que pueden estar ausentes en la sociedad; son depositarios de proyecciones similares a las que dirigimos sobre el pasado o sobre sociedades ajenas (Ames, 1989). Una idea similar la encontramos en Miller (1995), cuando retoma la filosofía hegeliana que inspiró a Simmel y Marx y aprehende la cultura como una objetivización, por la cual los bienes permiten, además de comunicar mensajes, construir la propia identidad (1995: 143). El consumo, escribe Miller en otro lugar, es “el contexto dominante mediante el cual nos relacionamos con los bienes” (1987: 4; Cf. Douglas e Isherwood, 1979).

Los bienes, continúan nuestros autores, no sólo sirven para satisfacer necesidades individuales en su más amplio sentido, sino también para comunicar. Aquí cabe aducir el debate sobre regalos y mercancías (gifts – commodities) popularizado por Appadurai en su introducción a The Social Life of Things (1986). Los objetos de lujo son “signos encarnados” y disponen de las siguientes características:

(…) (1) restriction, either by price or by law, to elites; (2) complexity of acquisition, which may or may not be a functions real of "scarcity"; (3) semiotic virtuosity, that is, the capacity to signal fairly complex social messages (as do pepper in cuisine, silk in dress, jewels in adornment, and relics in worship); (4) specialized knowledge as a prerequisite for their "appropriate" consumption, that is, regulation by fashion; and (5) a high degree of linkage of their consumption to body, person, and personality (1986: 38)

La perspectiva culturalista no ha estado exenta de críticas. Primero, el relativismo cultural derivado de esta línea converge en redes de significado geertzianas “peligrosamente parciales” (Carrier y Heyman, 1997: 361). Por ejemplo, en Tobin Re-made in Japan. Everyday Life and Consumer Taste in a Changing Society (1994), se sugiere que cuando los japoneses bailan el tango, juegan al baseball o visitan Disney World imprimen a esas formas de consumo un carácter cultural (o, léase, identidad) distintivamente japonés (Wilk, 1998). Sin embargo, aunque la aproximación semiológica, estructural y sincrónica muestre que los objetos consumidos son marcadores simbólicos o depositarios de significado, ignora las consecuencias materiales y socioculturales derivadas del modo en que la gente responde y usa tales significados. En palabras de Appadurai (1986), los objetos no contienen nada en absoluto; en todo caso es la sociedad la que otorga al objeto cierto significado (Clunas, 1999: 1500, Cf. Jones, 1993: 976). De hecho, ciertos análisis de las compras en contexto no parecen sostener las tesis referentes a las identidades y a las relaciones significativas (Carrier, 1994, en Collorado-Mansfeld, 2005: 217). En segundo lugar, esta perspectiva es unidimensional pues asocia el consumismo con una economía de mercado regida por la elección individual (Carrier y herman, 1997: 368). En tercer lugar, se ofrece primacía a una perspectiva psicológica por la cual los
individuos, interpretadores de significado, contemplan, desean y adquieren mercancías en un mercado de demanda uniforme.

Ante la aproximación culturalista, la alternativa es el análisis procesual del consumo (Cf. Carrier y Herman, 1997; Wilk, 1998), que relaciona el consumo con la economía política, el conflicto o la desigualdad (Collorado-Mansfeld,2005: 219). 

lunes, 3 de marzo de 2008

Etnografía de teléfonos

Los teléfonos móviles han cambiado las comunicaciones globales. Pero, ¿quién cambia a los móviles?

Jan Chipchase viaja por el mundo observando como la gente utiliza sus teléfonos móviles en sus vidas cotidianas, y mas
“Si necesitamos información relevante en todos esos mercados, necesitamos saber cómo asumimos diferentes formas de otras En los últimos 12 meses ha visitado 15 países, llevando proyectos de investigación en gran escala.

El foco de la investigación es cómo la gente se pone el teléfono, dónde los guardan, cómo ellos responden a las llamadas entrantes, y un millón de otros detalles acerca de la relación con estos aparatos que han cambiado la forma del mundo.

En la calle, en la oficina, en el hogar, en el bolsillo, en la cartera, en el mercado y en la comunidad, Jan pone el uso del teléfono móvil en el contexto de la cultura y paisaje en el que está.

Esta investigación ha incluido una Mirada al servicio de cargar la batería en las zonas rurales de Uganda, cargar batería en las calles de Kampala, cómo la gente usa un móvil y mas recientemente dónde guarda sus teléfonos.


Desde New York a shantytown, y desde los hip hoperos a los octogenarios no usar teléfono es demasiado trivial, ningún detalle de la vida de las personas es demasiado insignificante.

“Me he especializado en investigación de la conducta humana. Ha menudo se parte de una simple pregunta “ ¿qué es lo que la gente lleva?“Esto es interesante para Nokia porque nosotros necesitamos poner en los bolsillos de la gente algo de valor” “si tu puedes comprender un elemento de ese valor, entonces puedes comprender la motivación de la gente”

Jan Chipchase tiene equipos de diseñadores, sicólogos- en diferentes regiones y países alrededor del mundo para observar a la gente en diferentes contextos.

“Necesito comprender qué hace la gente y porqué”,y mucho mas en qué contexto. Necesitamos conocer el secreto de las cosas también”

¿Pero porqué Nokia pagaría a alguien como Jan Chipchase a viajar por el mundo y tener todas estas experiencias? ¿Dónde está el valor de esto?

“Nosotros hacemos este trabajo de investigar para informarnos e inspirar en la etapa de diseño. . LLevamos diseñadores al trabajo de campo para que conozcan quienes son las personas a quienes van a diseñar.”

“A menudo los diseñadores están diseñando teléfonos para el Mercado, tienen pequeña experiencia acerca de ello, así que necesitamos traera ellos al mundo y el mundo a ellos”

Jan Chipchase trabaja trabaja de 3 a 15 años adelantado en el Mercado. Su equipo de trabajo usa un método llamado “validación convergente” , que no es un trabajo científico cuantitativo pero si, cualitativo. “Nosotros trabajamos con opinion informada. Y hacemos nuestro trabajo excepcionalmente bien, es una opinión muy bien informada”

Conductas humanas

¿Los teléfonos móviles se volverán mas pequeños, quizás lleguen a ser parte de nuestra vestimenta mas que un simple unidad?

Jan Chipchase dice que importantes consideraciones es cómo la gente hace lo que hace, no qué puede hacer con la última tecnología.

” Es acerca de qué diseñar y cuándo diseñar, porque la conducta humana cambia muy lentamente en cambio la tecnología cambia muy rápidamente”.

“Puedo comprender porqué, por ejemplo, una mujer en el noreste de China lleva su teléfon en su muñeca izquierda, entonces podemos comprender otras motivaciones. , Podemos asumir un poco acerca del mundo alrededor de nosotros – Nokia no es diferente”

gentes”A la fecha tiene dos patentes basadas en su trabajo, y mas de 25 que deben ser consideradas.Hacia el año 2009 mas de cuatro billones de personas en el mundo, de una población de 6.3 billones estarán esperando tener un teléfono móvil para conectar sus vidas. “El desafío de una compañia como Nokia es vender productos en todos los Mercado, los cuales tienen diferentes necesidades.” Jan Chipchase y su equipo emplean varias técnicas desde “Ser la sombra de la gente, conversaciones y documentar sus vidas en diferentes contextos”

“Uso parte de mi tiempo mirando dentro de las carteras, bolsos de la gente, con sus permisos por supuesto

Agrega: “Ocupamos tanto tiempo como sea possible estando en los lugares donde la gente está haciendo lo que ellos hacen. El teléfono móvil es usado desde cuando tu despiertas en la mañana y ha menudo llega a ser la última cosa con la que interactúa En la noche antes de dormir”

Jan ha estudiado el uso del teléfono móvil de los trabajadores manuals en China y hablado con gente ciega, quienes son expertos en usar un teléfono y no tener retroalimentación en pantalla

“Si quiero diseñar el interface de usuario a alguien que no puede observar la pantalla, comoalguien que camina y no mira la pantalla y necesitan marcar un número, el ideal es conversar con una persona ciega.

A Jan lo podemos ver en bicicleta, o en moto, observando a la gente.

“Compro un lote de bicicletas. Tengo mucha presión de tiempo en esos lugares y requiero el compromiso de la gente de la población local tanto como sea posible.” Encuentro que la bicicleta es una Buena manera de hacer contacto con la gente. Las regalamos al final La parte dura de este trabajo son los distintos lenguajes de los países.

La cuestión es cómo podemos hacer nuestro trabajo como una gran corporación y Mostar a la gente nuestro respeto por ellos.

viernes, 22 de febrero de 2008

Antropología sensorial aplicada al consumo

David Howes, antropólogo sensorial«El olor es el resultado de la dieta y los occidentales olemos a mantequilla»

David Howes, actualmente en la Universidad de Concordia, en Montreal (Canadá) y editor de la colección Sensory Formations de Berg Publishers (Oxford), lidera una de las grandes líneas de la antropología de los sentidos. Sus estudios muestran cómo la humanidad se organiza en grupos culturales en función de su sensorio, que a su vez prioriza una o varias modalidades sensoriales.

David Howes es antropólogo sensorial
Comparada con nuestra cultura, que es altamente visual, dice David Howes, «hay otras que elaboran su mundo extendiéndolo sobre otros sentidos». Y así descubrimos que en la India hablan de la emoción como un sabor y que en Papua Nueva Guinea se perfuman los sueños. También nos explica que los productos se diseñan para provocar sensaciones e impulsar a la compra, y que parte de la xenofobia tiene como reacción el disgusto por el olor del otro. «La cuestión», dice Howes, «es si el olor es intrínsecamente repugnante o una cuestión cultural». Al fin y al cabo, el olor es resultado de la dieta y a los occidentales, añade, «cuando vamos a otras partes del mundo, se nos dice que olemos a mantequilla».

MERCÈ FERNÁNDEZ | 25 de agosto de 2006
¿Podríamos empezar con ejemplos de culturas que tengan una percepción de los sabores diferente a la nuestra?

Hay culturas con una idea más elaborada del sabor y el gusto que otras. Una de ellas es la India, donde hay dos conceptos muy diferentes para nosotros, el de comer con los dioses en rituales y el de comer los restos de los dioses. Tú cocinas, dedicas la comida a los dioses, ellos comen la esencia y entonces tu puedes comer los restos. Estos restos son divinos, han pasado a través de los dioses.

Es más que una simple diferencia en la percepción del sabor.

La cocina y su pureza tienen una gran importancia en la sociedad india, que se basa en lo que uno puede y no puede comer. Cada casta se diferencia por su dieta y por la norma de que se deben casar dentro de su casta. Así, el gusto provee un marco social, es el medio de intercambio con los dioses, es la forma de diferenciación social de la gente pero es también lo que une a la gente porque compartir la comida quiere decir pertenecer a una misma casta.

La comida india tiene también fama de ser una de las más ricas y con mayor diversidad en sabor.

«Las empresas y los diseñadores de alimentos son conscientes de cómo los sentidos pueden estar asociados a sensaciones de placer» Quizá una de las razones por las que la comida india es tan extraordinaria para nosotros, con tal multiplicidad de gustos, es porque para nuestra sociedad occidental el gusto es mucho más simple. Los indios reconocen seis gustos básicos, no sólo cuatro como nosotros. A los sabores dulce, ácido, salado y amargo, ellos añaden además el gusto astringente y el picante. Pero también tienen, por ejemplo, el concepto «Rasa» relacionado con el gusto, que tiene que ver con la emoción. Cuando nosotros hablamos de emociones nos referimos a sensaciones, sentimientos, pero ellos hablan de emoción como un sabor, como «Rasa». Hay interesantes diferencias entre las sociedades. Comparada con la nuestra, que es altamente visual, hay otras culturas que elaboran su mundo extendiéndolo sobre otros sentidos.

¿Por ejemplo?

La lengua tzotzil en Méjico tiene numerosos términos para describir el mundo en términos que refieren al calor, y todas las personas tienen un orden social determinado por su grado de calor, lo que refleja la importancia del calor en esa cultura. Frente a la naturaleza, para los tzotzil el calor está ligado a la civilización. Y de nuevo tenemos las especias en la comida mejicana como forma de calor.

Tengo entendido que en la cultura tradicional china el aroma es más que un olor y tiene poder curativo.

Es una idea maravillosa la del olor como sanador y es uno de los aspectos de la medicina china, la del aroma y el alimento como medicina. Ajustando los aromas se pueden generar diferentes estados de energía y traer a la persona a un estado de bienestar. Nosotros pensamos en los aspectos nutricionales de la comida pero no la imaginamos como medicinal. En cambio, la medicina china clasifica los diferentes aromas que se pueden reconocer y los alimentos entre las distintas estaciones y siempre están ajustando la dieta para asegurarse de que hay equilibrio. Si una persona enferma es que ha perdido ese equilibrio y hay que ajustar la dieta para restablecerlo. Muchas de las infusiones de la medicina china tienen un sabor horrible para nosotros, y probablemente tampoco les sabe muy bien a los chinos, pero lo importante para ellos es su poder. Para nosotros el aroma es un efecto, no una causa. Para los chinos, es una causa, y lo usan para restablecer el equilibrio.

Es una buena razón. Nosotros habitualmente no consumiríamos nada que tuviera un aroma horrible.

«El olor es un sentido muy emocional que marca los límites sociales» El rechazo frente a algunos aspectos de la comida asiática es precisamente resultado de no tener la misma apreciación de los olores. Un fenómeno que se está dando ahora en Norteamérica es la creciente preocupación por los restaurantes asiáticos que se instalan en áreas residenciales porque el vecindario encuentra algunos olores repulsivos. Los chinos son una comunidad muy cerrada pero, como resultado de esta batalla del olor, ahora tienen que estar negociando por los lugares de residencia. El olor es un sentido muy emocional, que marca los límites sociales.

Supongo que hasta límites insospechados.

Parte de la xenofobia tiene como reacción el disgusto por el olor de otros. La cuestión es si este olor es intrínsecamente repugnante o es simplemente cultural. Al fin y al cabo, el olor es resultado de la dieta. A los occidentales, cuando vamos a otras partes del mundo, se nos dice que olemos a mantequilla. Olemos así por tomar muchos lácteos. No existe ninguna otra sociedad en la que los adultos consuman tantos productos lácteos. Si la gente de los trópicos tomara lácteos, ellos también tenderían a tener el mismo olor. Es interesante, siempre pensamos que es el otro el que huele de forma extraña, no somos conscientes de nuestro olor.

Y nos acostumbramos a aromas diferentes.

De la misma forma que las diferentes culturas tienen músicas variadas, también tienen distintas combinaciones de aromas. El objetivo de los estudios interculturales que hacemos es rastrear la transformación y las diferencias de las asunciones más importantes. Por ejemplo, hay sociedades para las que la escritura tiene algo misterioso. Los aborígenes australianos, cuando se encuentran por primera vez con una carta, la acercan hacia el oído, para ver qué pasa, si oyen algo. Por supuesto, nada pasa pero su comprensión de las cosas se da en términos de sonido. Otro ejemplo de los aborígenes australianos son las llamadas 'songlines', historias sobre cómo las criaturas crearon el mundo y el paisaje. En Australia los aborígenes cantan el paisaje mientras caminan través de él.

Usted habla de la comunicación multisensorial. ¿Qué es?

En este congreso he hablado de lo que llamo comunicación multisensorial en el diseño. Lo que quiero mostrar es cómo en las sociedades contemporáneas hay un gran esfuerzo para que todo tenga el aspecto correcto, color, sabor o sonido correctos. Tener un logotipo, lo que implica una forma, y un nombre, registra sólo lo visual. Si se añaden otros canales, el olfatorio o el auditivo, entonces se potencia la diferenciación de un producto. En marketing se intenta estimular el máximo de sentidos posible. La cuestión es por qué hay este interés en atraer a todos los sentidos. En parte, porque se quiere dirigir la razón del consumidor, de forma que al final su decisión no estará basada tanto en una valoración racional de la función y beneficio de cada producto sino en la estética.

Pero en nuestra sociedad occidental tenemos sentidos que parece que apenas se usan. Pienso en el tacto, no se suele pensar en él.

En nuestra sociedad, todo es tan suave que no hay resistencia y sin ella no hay sensación táctil, los dedos resbalan por encima de superficies perfectamente pulidas. Hay superficies que tienen aspecto estético de madera, pero son sintéticas y perfectamente lisas. Por otro lado, en Norteamérica ahora se organizan fiestas de abrazos. La razón es que la gente encuentra una falta de contacto físico, la gente no se toca. Se ha calculado que cada persona pasa diariamente unos treinta minutos en un teclado y sólo seis minutos diarios en contacto físico con otra persona. En parte, el tacto está reprimido por la prevención frente a pederastia y las connotaciones sexuales.

¿Puede que esté sucediendo algo así con la comida? Toda tan preparada y fácil de comer. ¿Seguimos disfrutando del tacto con el alimento o también lo estamos perdiendo?

Parte del placer de la comida rápida para los consumidores es sin duda que se come con las manos, especialmente para los niños. La gente por lo general está de acuerdo en que cuando come con las manos la comida sabe mejor. Por otro lado, están las texturas de los alimentos. Hay empresas de cereales que han perfeccionado la textura y el crujido de los cereales a un nivel muy elevado. Las empresas y los diseñadores de alimentos son conscientes de cómo los sentidos pueden estar asociados a sensaciones de placer.

Y se diseñan productos en función de eso.

Sí. En cierta ocasión se hizo un experimento interesante que implicaba añadir aroma de pino a pañuelos de papel. Los participantes dijeron que los pañuelos con aroma de pino eran, en comparación con los mismos pañuelos pero sin aroma, más frescos pero también más ásperos. Estas personas asociaron el aroma con las hojas de pino, que pinchan, por eso decían que los pañuelos raspaban. Ahí hay una transferencia de un sentido a otro. Los diseñadores de productos se toman mucho interés en estos aspectos y en cómo los sentidos son educados de forma diferente en diferentes sociedades. Por ejemplo, en Papua Nueva Guinea la gente pone infusiones cerca de la cabeza, por la noche, y el aroma de las hierbas influencia sus sueños y al día siguiente, en función del sueño, pueden tener éxito o no en la caza. Es algo único, está la idea de perfumar y condicionar los sueños con el olor de las hierbas, a las que se atribuyen propiedades mágicas.

LA DOMESTICACIÓN DE LA COMIDA
Una de los aspectos estudiados por David Howes y el grupo que él mismo dirige en Canadá es lo que llaman la antropología del consumo. De qué forma las culturas cambian con la entrada de bienes «exóticos» en un mercado globalizado; cómo una sociedad se apropia, adapta y «domestica» los productos de otras sociedades. Un buen ejemplo está en la comida. De sushi, ilustra Howes, ahora hay muchísimas variedades alrededor del mundo que han ido apareciendo en función de los mercados locales.

La globalización, añade este antropólogo, tiene dos vertientes. Una es la de la homogeneización, como en el fenómeno de las cadenas de hamburguesas, con el mismo menú en todo el mundo, pero por otro lado está la vertiente de la diversificación, en la que la gente combina la comida italiana, la asiática, la india... Así que globalización no significa pérdida. En realidad, la tendencia más acusada es la de romper moldes. «Cada vez hay más interés en cruzar las fronteras en todo lo relacionado con la comida», añade Howes.

Por otro lado, una consecuencia interesante de la globalización es que la comida local adquiere un nuevo valor. El efecto terroir: el vino local, el queso local, cada una de las cocinas autóctonas, todo ello se revaloriza como resultado de la globalización. «Los ingleses nunca han sido conocidos por su cocina», bromea Howes, «pero ahora están redescubriendo quesos y recetas británicas tradicionales que cada vez son más apreciadas».

Fuente:Consumer.es http://www.consumaseguridad.com/sociedad-y-consumo/2006/08/25/24730.php

lunes, 18 de febrero de 2008

¿Herido de muerte? Los focus groups en la línea de fuego.

Por G.G.B. Publicado en la Revista Gestión de negocios, enero-febrero 2007

Ya lo decía Malcolm Gladwell en Blink: “Cómo percibimos una marca, lo que sentimos por ella y por los productos y servicios que elegimos, por lo general depende de un conjunto de factores definitivamente complejo: las marcas que preferían nuestros padres, las usa la gente que nos rodea, la imagen que tenemos de ellas, nuestra experiencia personal con cada una, un recuerdo borroso de un aviso que vimos hace 10 años, entre otras tantas cuestiones”.

Detrás de la elección de un determinado producto hay una historia diferente. Una historia que la investigación de mercado tradicional no recoge porque, en ese marco, la gente parece preferir justificar su compra por la ecuación valor/precio, o el sabor, o el gusto familiar, o cualquier otra respuesta “convencional”.

Probablemente porque las verdaderas razones son múltiples y están demasiado embebidas en el subconsciente para salir a la superficie con facilidad. O, como más de un experto sugiere, porque la artificialidad de la situación, la sensación de vulnerabilidad, la impresión de ser observados y juzgados, que caracterizan a los métodos de investigación no promueven la “reconstrucción” de esas historias sino que, por el contrario, la desalientan.

“Pedirle a alguien que explique su conducta o su decisión no sólo es una imposibilidad psicológica; invita a recurrir a la opción conservadora, a preferir lo conocido frente a lo desconocido”, dice Gladwell. Una afirmación que pone en duda la validez de las técnicas cualitativas de investigación de mercado tradicionales, entre ellas, los focus groups, recurso de marketing más que popular, ahora vilipendiado por las voces más diversas.

Detrás de un vidrio oscuro

Desde los devotos de Internet como recurso facilitador, que prefieren los paneles de discusión y las salas de chat, hasta los grupos de inmersión que se olvidan del moderador y ponen frente a frente a la gente de marketing y los consumidores, así como los expertos en etnografía que los estudian en situaciones de la vida real, en el centro de compras o en su casa, en vivo y en directo, o remotamente usando cámaras al mejor estilo Gran Hermano, todos parecen haberse lanzado al ataque del clásico “grupo de discusión moderado por un experto en un ámbito especialmente diseñado al efecto”.

Y, aunque el método de investigación ideado por el sociólogo norteamericano Robert Merton en los ’40 sigue vivo y rozagante, es saludable reconocer sus debilidades. Del 80 por ciento de productos nuevos que fracasan cada seis meses, la gran mayoría pasa por un focus group antes de llegar al mercado. La cadena estadounidense NBC confió en el feedback de los focus groups para adaptar la comedia inglesa Coupling al mercado local, y tuvo que levantar el programa después de cuatro episodios.

Según las opiniones de los participantes de los focus groups que evaluaron la serie Seinfield, el formato no hubiera funcionado sin más estrellas en el reparto. El Walkman de Sony, el Baileys, la botella transparente de Absolut y los cajeros automáticos, considerados “demasiado impersonales”, también fueron “desahuciados” en la etapa de investigación. Aunque efectivos cuando se los usa como una herramienta para generar y desarrollar ideas, no sirven para otros fines, como segmentar un mercado o evaluar el reconocimiento de marca o un producto nuevo. ¿Por qué? Porque el objetivo de cualquier técnica de investigación cualitativa es entender las actitudes del consumidor, no medirlas.

Se equivoca entonces quien generaliza y considera a esas “muestras” tan pequeñas, representativas de todo el universo. Que siete de cada 10 personas en un focus group sostengan que un producto es demasiado caro no significa que el 70 por ciento del mercado lo crea. El focus group debe ser el primer paso en el proceso de investigación, no la búsqueda completa.

Por otro lado, la evidencia sugiere que los participantes de los focus groups suelen mentir. “La correlación entre la intención expresada y la conducta real, por lo general es baja”, afirma Gerald Zaltman, doctor en sociología, profesor de la Harvard Business School y autor de How Customers Think.

Las razones son varias. En primer lugar, los participantes son voluntarios, a menudo bien dispuestos ante la experiencia, pero su verdadera motivación para participar puede ser puramente económica; en realidad, no tienen mayor interés en expresar sus preferencias como consumidores, sólo buscan la retribución por hacerlo. Después figuran las causas psicológicas por las que dicen una cosa en esa sala cerrada sin ventanas, y hacen otra muy distinta cuando salen de compras, van al cine o miran televisión.

La lógica de las razones

Por eso, en el fondo, lo que importa no es “la voz del cliente”, sino la mente del cliente. Y el error está en creer que la voz dice lo que la mente piensa. De allí que se descubran tantas necesidades “no articuladas”; o sea, no expresadas explícitamente en la vida diaria de los consumidores. Los especialistas saben que resulta casi imposible someter la conducta experta a la introspección y, más aún, explicarla objetivamente.

¿No son acaso los consumidores expertos en sus propias rutinas diarias? ¿No es difícil describir la cadena de razonamientos que explican una decisión? Eso no significa que uno no pueda decir por qué compraría algo o dejaría de hacerlo, por qué elegiría un producto o no, o que no pueda responder a cualquiera de las preguntas que los moderadores formulan en los focus groups.

Implica que las respuestas elegidas no reflejan sino una “teoría”, un conjunto de causas que quien responde asocia a priori con ese estímulo en particular. Es decir, que en lugar de pensar concienzudamente en la cuestión de fondo, la persona “construye” una explicación acorde con la situación “de investigación”.

En ese sentido, según Charles Tilly, sociólogo de la Universidad de Columbia y autor del reciente Why?, cuando respondemos “usamos” cuatro categorías generales de razones: las convenciones, o sea las fórmulas socialmente aceptadas; las “historias” que hilvanan causas y efectos en función del sentido común; los códigos —léase, convenciones mejor desarrolladas y fundamentadas, con reglas y categorías—, y las justificaciones “técnicas”, historias sustentadas en el conocimiento y la autoridad de un saber específico.

Ahora bien, incluso para quienes consideren que esta relativa “incapacidad” de ofrecer respuestas genuinas en los focus groups no los invalida, hay otro argumento para atacarlos. Aun si el consumidor pudiera abstraer y reflexionar sobre su conducta, la situación en sí misma es artificial: no está diciendo lo que piensa cuando compra, sino lo que piensa cuando participa de un focus group. Por otra parte, los factores psicológicos, sociológicos, e incluso pecuniarios, que afectan sus respuestas en este entorno son muy distintos a los que lo movilizan cuando está en un supermercado, una perfumería o un cine.

Y Zaltman afirma que sólo el 5 por ciento de las razones que justifican una decisión son conscientes: el 95 por ciento están por debajo del nivel de conciencia y son, por lo tanto, invisibles al mejor de los focus groups.

La punta del iceberg

Los autores de The Experience Economy, Joseph Pine y James Gilmore, afirmaron que los focus groups eran una “gran mentira”. A su criterio, “sobrevivieron” a su real utilidad. Con la innovación como principal impulsor del éxito, simplemente confirmar que se está en la senda correcta o hacer los ajustes necesarios para estarlo —por lo general, ése es el “feedback” que se obtiene con esta técnica— no alcanza. Para entender realmente al consumidor sugieren respetar tres principios que desafían las premisas básicas de esta metodología.

En primer lugar, buscar lo que distingue, en lugar de lo que iguala. Con los focus groups se reúnen potenciales clientes y se procura ver en qué se parecen, con el fin de identificar una tendencia y ofrecer un producto estándar que responda a ella. “Los mercados ya no son así —dicen Pine y Gilmore—. El común denominador es un concepto matemático, no una teoría sobre la conducta humana.” Segundo principio: basta de hablar, hay que observar. En los focus groups, el medio es el error: el uso del producto o del servicio es lo importante, no la opinión que sobre él se tiene. Tercero: investigar todos los días. Por lo general, las empresas usan los focus groups en el período de desarrollo del producto y después se olvidan de ellos.

En lugar de estudiar al consumidor en una sala con espejos, en una puesta en escena, se impone salir a observarlo “en vivo” cuando toma decisiones en su vida diaria. Como alguien señalara, “a los consumidores se los ‘escucha’ mejor cuando nadie los está mirando”. De allí que la antropología y la etnografía estén ganando cada vez más adeptos —Intel, Marriott, GE, entre otras muchas empresas— por su comprobada eficacia a la hora de revelar la verdadera conducta del consumidor y sus necesidades o articuladas.

En cambio, asegura Zaltman, “en los cinco o 10 minutos con los que, en promedio, una persona cuenta para expresarse en un focus group, no es posible ni siquiera atisbar su pensamiento inconsciente”. No obstante, se los sigue usando. Porque no son caros y sus resultados, rápidos. Porque, sobre todo cuando se reconocen sus limitaciones y se ajusta la elección de la metodología al objetivo de la investigación, siguen siendo útiles.

Es importante escuchar la perspectiva del cliente, pero también ser consciente de que no reemplaza a la visión de quien pregunta. Basta recordar que cuando Herman Miller presentó su silla Aeron, ideada para la oficina por Bill Stumpf con un diseño absolutamente ergonómico, las primeras pruebas con clientes midieron 4,75 puntos para un máximo de 10. Si hubiera decidido respetar esas opiniones, la bautizada por la gente de la empresa, irónicamente, “silla de la muerte”, no habría llegado al mercado. La lanzó y se convirtió en un objeto de culto: a fines de los ’90, sus ventas crecían entre un 50 y un 70 por ciento al año, y hoy su calificación subió a 8. Y aquella silla “sencillamente fea” pasó a ser hermosa. Incluso en los focus groups.

miércoles, 6 de febrero de 2008

EL CONSUMO SIRVE PARA PENSAR
Néstor García Canclini

Una zona propicia para comprobar que el sentido común no coincide con el buen sentido es el consumo. En el lenguaje ordinario, consumir suele asociarse a compulsiones irracionales y gastos inútiles. Esta descalificación moral e intelectual se apoya en otros lugares comunes acerca de la omnipotencia de los medios masivos, que generarían el avorazamiento irreflexivo de las masas. ¿Por qué la gente compra artefactos electrodomésticos si no tiene casa propia? ¿Cómo se explica que familias a las que no les alcanza para comer y vestirse a lo largo del año cuando llega la Navidad derrochan el aguinaldo en fiestas y regalos? ¿No se dan cuenta que los informativos electrónicos mienten y que las telenovelas distorsionan la vida real?
Este texto quiere sugerir algunas líneas teóricas que permitirían ver los procesos de consumo como algo más complejo que la relación entre medios manipuladores y audiencias dóciles. Se sabe que un buen número de estudios sobre comunicación masiva ha mostrado que la hegemonía cultural no se realiza mediante acciones verticales en las que los dominadores apresarían a los receptores: entre unos y otros se reconocen mediadores como la familia, el barrio y el grupo de trabajo. En dichos análisis, asimismo, se ha dejado de concebir los vínculos entre quienes emiten los mensajes y quienes los reciben únicamente como relaciones de dominación. La comunicación no es eficaz si no incluye también interacciones de colaboración y transacción entre unos y otros.
Para avanzar en este replanteamiento me parece necesario situar los procesos comunicacionales en una revisión más amplia que puede surgir de las teorías e investigaciones sobre el consumo. ¿Qué significa consumir? ¿Cuál es la racionalidad -para los productores y para los consumidores- de que se expanda y se renueve incesantemente el consumo.

HACIA UNATEORÍA MULTIDISCIPLINARIA
No es una tarea sencilla. Si bien las investigaciones sobre consumo se multiplicaron, reproducen la compartimentación y desconexión entre las ciencias sociales. Tenemos teorías económicas, sociológicas, psicoanalíticas, psicosociales y antropológicas sobre lo que ocurre cuando consumimos; hay teorías literarias sobre la recepción y teorías estéticas acerca de la fortuna crítica de las obras artísticas.
Pero no existe una teoría sociocultural del consumo. Trataremos de reunir en estas notas las principales líneas de interpretación y señalar posibles puntos de confluencia con el propósito de participar en una conceptualización global del consumo, en la que puedan incluirse los procesos de comunicación y recepción de bienes simbólicos.
Propongo partir de una definición: el consumo es el conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos. Esta caracterización ayuda a ver los actos a través de los cuales consumimos como algo más que ejercicios de gustos y antojos, compras irreflexivas, según suponen los juicios moralistas, o actitudes individuales, tal como suelen explorarse en encuestas de mercado.
En la perspectiva de esta definición, el consumo es comprendido, ante todo, por su racionalidad económica. Estudios de diversas corrientes consideran el consumo como un momento del ciclo de producción y reproducción social: es el lugar en el que se completa el proceso iniciado al generar productos,
donde se realiza la expansión del capital y se reproduce la fuerza de trabajo. Desde este enfoque, no son las necesidades o los gustos individuales los que determinan qué, cómo y quiénes consumen. Depende de las grandes estructuras de administración del capital cómo se planifica la distribución de los bienes. Al organizarse cómo se da la comida, vivienda, traslado y diversión a los miembros de una sociedad, el sistema económico «piensa» cómo reproducir la fuerza de trabajo y aumentar las ganancias de los productores. Podemos no estar de acuerdo con la estrategia, con la selección de quiénes consumirán más o menos, pero es innegable que las ofertas de bienes y la inducción publicitaria de su compra no son actos arbitrarios.
Sin embargo, la única racionalidad no es la de tipo macrosocial que deciden los grandes agentes económicos. Los estudios iniciales del marxismo sobre el consumo dieron una visión muy sesgada por sobrevalorar la capacidad de determinación de las empresas
1
. Una teoría más compleja sobre la
interacción entre diversos actores, tal como se desarrolla en algunas corrientes de la sociología política y de la sociología urbana, revela que en el consumo se manifiesta también una racionalidad sociopolítica interactiva. Cuando miramos la proliferación de objetos y de marcas, de redes comunicacionales y de accesos al consumo, desde la perspectiva de los movimientos de consumidores y de sus demandas, advertimos que el crecimiento económico, el ascenso de algunos sectores y el enriquecimiento de las expectativas generado, en parte, por la expansión educativa intervienen también en estos procesos. El consumo dice Manuel Castells, es un sitio donde los conflictos entre clases, originados por la desigual participación en la estructura productiva, se continúan a propósito de la distribución y apropiación de
los bienes
2
. El consumo es un escenario de disputas por aquello que la sociedad produce y por las maneras de usarlo. La importancia que las demandas por el aumento del consumo y por el salario indirecto adquieren en los conflictos sindicales, así como la reflexión creciente y el sentido crítico desarrollados por las agrupaciones de consumidores, son evidencias de cómo se piensa en el consumo desde las capas populares. Si alguna vez fue un territorio de decisiones más o menos unilaterales, hoy
es un espacio de interacción, donde los productores y emisores no sólo deben seducir a los destinatarios sino justificarse racionalmente.
Una tercera línea de trabajos, los que estudian el consumo como lugar de diferenciación y distinción entre las clases y los grupos, nos ha llevado a reparar en los aspectos simbólicos y estéticos de la racionalidad consumidora. Existe una lógica en la construcción de los signos de status y en las maneras de comunicarlos. Los estudios de Pierre Bourdieu, de Jean Baudrillard y tantos otros muestran que en las sociedades contemporáneas buena parte de la racionalidad de las relaciones sociales se construye, más que en la lucha por los medios de producción, en la que se efectúa para apropiarse de los medios de distinción. Hay una coherencia oculta entre los lugares donde los miembros de una clase y hasta de una fracción de clase comen, estudian, habitan, vacacionan, en lo que leen y disfrutan, en cómo se informan y lo transmiten a otros. Esa coherencia emerge en estudios como La distinción, de Bourdieu, cuando la mirada sociológica busca comprender en conjunto la lógica de dichos escenarios.
En esos estudios pareciera que el consumo sólo sirve para dividir. Pero si los miembros de una sociedad no compartieran los sentidos de los bienes, si sólo fueran comprensibles para una élite o una minoría que los usa, no servirían como instrumentos de diferenciación. Un coche importado o una computadora sofisticada distinguen a sus escasos poseedores en la medida en que quienes nunca accederán a ellos conocen su significado sociocultural. Ala inversa, una artesanía o una fiesta indígena-cuyo sentido mítico es propiedad de quienes pertenecen a la etnia que las generó- se vuelven elementos de distinción o discriminación en tanto otros sectores de la misma sociedad entienden en alguna medida su significado. Luego, debemos admitir que en el consumo se construye parte de la racionalidad integrativa y comunicativa de una sociedad.
Si esta lógica simultánea de integración y distinción puede leerse al ver cómo se conectan los extremos de una sociedad, es aún más notable en la convivencia de las grandes ciudades. A través de cómo nos vestimos, de los lugares en que entramos, de los modos en que usamos la lengua y los lenguajes de la ciudad, construimos y reproducimos la lógica que nos vincula, que nos hace ser una ciudad, una sociedad.

¿HAY UNA RACIONALIDAD POSMODERNA?
Algunas corrientes de pensamiento posmoderno han llamado la atención en una dirección opuesta a la que estamos sugiriendo- acerca de la diseminación del sentido, de la dispersión de los signos y la dificultad de establecer códigos estables y compartidos. En otro texto reciente me detengo ampliamente en este debate. Aquí deseo señalar, a propósito del consumo, cómo veo la crisis de la racionalidad moderna y sus efectos sobre algunos núcleos del desarrollo cultural.
Sin duda, aciertan autores como Lyotard o Deleuze cuando identifican el agotamiento de los metarelatos que organizaban la racionalidad histórica moderna. Los horizontes globales han caído. Pero este señalamiento, estimulante para repensar las formas de organización compacta de lo social que instauró la modernidad (las naciones, las clases, etc.) suele conducir a una exaltación de un supuesto desorden posmoderno, una dispersión de los sujetos que tendría su manifestación paradigmática en la libertad de los mercados. Es curioso que en este tiempo de concentración planetaria en el control del mercado alcancen tanto auge las celebraciones acríticas de la diseminación individual y la visión de las sociedades como coexistencia errática de impulsos y deseos.
Sorprende también que el pensamiento posmoderno sea, sobre todo, hecho con reflexiones filosóficas, incluso cuando se trata de objetos tan concretos como el diseño arquitectónico, la organización de la industria cultural y de las interacciones sociales. Cuando tratamos de probar sus hipótesis en investigaciones empíricas observamos que ninguna sociedad ni ningún grupo soportan demasiado la irrupción errática de los deseos, ni la consiguiente incertidumbre de significados. Dicho de otro modo, necesitamos pensar, ordenar, aquello que deseamos.
Me resulta útil invocar aquí algunos estudios antropológicos sobre rituales y relacionarlos con las preguntas que iniciaron este artículo respecto a la supuesta irracionalidad de los consumidores. ¿Cómo diferenciar las formas del gasto que contribuyen a la reproducción de una sociedad de las que la disipan y disgregan? ¿Es el «derroche» del dinero en el consumo popular un autosaboteo de los pobres, una simple muestra de su incapacidad de organizarse para progresar? Para mí la clave para responder a estas preguntas hay que buscarla en la frecuencia con que esos gastos suntuarios, «dispendiosos», se asocian a rituales y celebraciones. No sólo porque un cumpleaños o el aniversario del santo patrono justifiquen moral o religiosamente el gasto, sino porque en ellos ocurre algo a través de lo cual la sociedad intenta organizarse racionalmente.
Mediante los rituales, dicen Mary Douglas y Baron Isherwood, cada sociedad selecciona y fija –gracias a acuerdos colectivos- los significados que la regulan. Los rituales sirven para «contener el curso de los significados» y hacer explícitas las definiciones públicas de lo que el consenso general juzga valioso. Los rituales más eficaces son los que utilizan objetos materiales para establecer los sentidos y las prácticas que los preservan. Cuanto más costosos sean esos bienes, más fuerte será la inversión afectiva y la ritualización que fija los significados que se le asocian. Por eso ellos definen a muchos de los bienes que se consumen como «accesorios rituales» y ven al consumo como un proceso ritual cuya función primaria consiste en «darle sentido al rudimentario flujo de los acontecimientos».
En ciertas conductas ansiosas y obsesivas de consumo puede haber como origen una insatisfacción profunda, según lo analizan muchos psicólogos y como lo sabe cualquiera que engorda. Pero en un sentido más radical el consumo se liga, de otro modo, con la insatisfacción que engendra el flujo errático de la significación. Comprar objetos, colgárselos o distribuirlos por la casa, asignarles un lugar en un orden, atribuirles funciones en la interacción con los otros, son los recursos para pensar el propio cuerpo, el inestable orden social y las interacciones inciertas con los demás. Consumir es hacer más inteligible un mundo donde lo sólido se evapora. Por eso, además de ser útiles para expandir el mercado y reproducir la fuerza de trabajo, para distinguirnos de los demás y comunicarnos con ellos, como afirman Douglas e Isherwood, «las mercancías sirven para pensar»
5
.
FIN DE LA NACIÓN, AUGE DEL MERCADO
¿Qué tipo de sociedad está madurando en esta época en que los metarelatos históricos se desintegran? ¿A qué conjunto nos hace pertenecer la participación en una socialidad construida predominantemente en los procesos de consumo? Tiempo de fracturas y heterogeneidad, de segmentaciones dentro de cada nación y de comunicaciones fluidas con los órdenes transnacionales de la información, de la moda, del saber. En medio de esta heterogeneidad encontramos códigos que nos unifican, o al menos permiten que nos entendamos. Pero esos códigos compartidos son cada vez menos los de la etnia, la clase o la nación en las que nacimos. Esas viejas unidades, en la medida en que subsisten, parecen reformularse como pactos móviles de lectura de los bienes y los mensajes. Una nación, por ejemplo, se define poco, a esta altura por los límites territoriales o por su historia política. Más bien sobrevive como una comunidad hermenéutica de consumidores, cuyos hábitos tradicionales llevan a relacionarse de un modo peculiar con los objetos y la información circulante en las redes internacionales.
Como los acuerdos entre productores, instituciones, mercados y receptores -que constituyen los pactos de lectura y los renuevan periódicamente- se hacen a través de esas redes internacionales, ocurre que el sector hegemónico de una nación tiene más afinidades con el de otra que con los sectores subalternos de la propia. Hace veinte años, en la euforia de las interpretaciones dependentistas, se reaccionaba ante las primeras manifestaciones de este proceso acusando a la burguesía de falta de fidelidad a los intereses nacionales. Y, por supuesto, el carácter nacional de los intereses era definido a partir de tradiciones «auténticas» del pueblo. Hoy sabemos que esa autenticidad es ilusoria, pues el sentido «propio» de un repertorio de objetos es arbitrariamente delimitado y reinterpretado en procesos históricos híbridos. Pero además la mezcla de ingredientes de origen «autóctono» y «foráneo» se percibe, en forma análoga, en el consumo de los sectores populares, en los migrantes campesinos que adaptan sus saberes arcaicos para interactuar con turistas, en los obreros que se las arreglan para adaptar su cultura laboral a las nuevas tecnologías y mantener sus creencias antiguas y locales.
¿Cómo se reestructuran las identidades y las alianzas cuando la comunidad nacional se debilita, cuando la participación segmentada en el consumo -que se vuelve el principal procedimiento de identificación solidariza a las élites de cada país con un circuito transnacional y a los sectores populares con otro? En estudios sobre consumo cultural en México encontramos que la separación entre grupos hegemónicos y subalternos no se presenta ya, como ocurría en el pasado, principalmente como oposición entre lo propio y lo importado, o entre lo tradicional y lo moderno, sino como adhesión diferencial a subsistemas culturales con diversas complejidad y capacidad de innovación: mientras unos escuchan a Santana, Sting, y Carlos Fuentes, otros prefieren a Julio Iglesias, Alejandra Guzmán y las telenovelas mexicanas o brasileñas de importación.
Esta escisión no se produce únicamente en el consumo ligado al entretenimiento. Segmenta a los sectores sociales respecto de los bienes estratégicos necesarios para ubicarse en el mundo contemporáneo y ser capaz de tomar decisiones. A1 mismo tiempo que el proceso de modernización tecnológica de la industria y los servicios exige mayor calificación laboral, crece la deserción escolar y se limita el acceso de las capas medias (y por supuesto de las mayorías populares) a la información más calificada. El conocimiento de los datos y los instrumentos que habilitan para actuar en forma autónoma o creativa se reduce a quienes pueden suscribirse a redes exclusivas de televisión (antena parabólica, cable, cadenas repetidoras de canales metropolitanos) y a bancos de datos. Por otra parte, se establece un modelo de comunicación masiva, concentrado monopólicamente (Televisa maneja en México la mayoría de los canales, los centros de video, muchas publicaciones), que se nutre con la chatarra norteamericana mas productos repetitivos, de entretenimiento fácil, generados nacionalmente.
No es que el consumo sea para todos un lugar de consumo irreflexivo y de gastos inútiles. Lo que ocurre es que la reorganización transnacional de los sistemas simbólicos, hecha bajo las reglas neoliberales de la máxima redituabilidad de los bienes masivos y la concentración de la cultura para decisiones en élites muy seleccionadas, lleva a neutralizar la capacidad creativa de las mayorías. No es la estructura del medio (televisión, radio o video) la causa del achatamiento cultural y de la desactivación política: las posibilidades interactivas y de promover la reflexión crítica de estos instrumentos han sido muchas veces demostradas sólo en experiencias micro, de baja o nula eficacia masiva. Tampoco debe atribuirse sólo a la disminución de la vida pública y al repliegue familiar en la cultura electrónica a domicilio la explicación del desinterés por la política: no obstante, esta transformación de las relaciones entre lo público y lo privado en el consumo cultural cotidiano debe ser tomada en cuenta como el principal cambio de condiciones en que deberá ejercerse un nuevo tipo de responsabilidad cívica.
Si el cosnumo se ha vuelto un lugar donde cada vez es más difícil pensar es por la liberación de su escenario al juego pretendidamente libre, o sea feroz, entre las fuerzas del mercado. Para que el consumo sea un lugar donde se pueda pensar, deben reunirse, al menos, estos requisitos: a) una oferta vasta y diversificada de bienes y mensajes representativos de la variedad internacional de los mercados, de acceso fácil y equitativo para las mayorías; b) información multidireccional y confiable acerca de la calidad de los productos, con control efectivamente ejercido por parte de los consumidores y capacidad de refutar las pretensiones y seducciones de la propaganda; c) participación democrática de los principales sectores de la sociedad civil en las decisiones fundantes del orden material, simbólico, jurídico y político donde se organizan los consumos: desde la habilitación sanitaria de los alimentos a las concesiones de frecuencias radiales y televisivas, desde el juzgamiento de los especuladores que ocultan productos de primera necesidad o informaciones claves para tomar decisiones.
Plantear estas cuestiones implica recolocar la cuestión de lo público. El desacreditamiento de los Estados como administradores de áreas básicas de la producción y la información, así como la incredibilidad de los partidos (incluidos los de oposición), arrastró al desencanto y el desinterés los pocos espacios donde podía hacerse presente el interés público, donde debe limitarse y arbitrarse la lucha -de otro modo salvaje- entre los poderes privados. Comienzan a surgir en algunos países, a través de la figura del ombdusman, de comisiones de derechos humanos, de instituciones y medios periodísticos independientes, instancias no gubernamentales, ni partidarias, que permiten deslindar la necesidad de hacer valer lo público de la decadencia de las burocracias estatales.
Después de esta década perdida para América Latina que fue la de los ochenta, durante la cual los Estados Unidos cedieron la iniciativa y el control de la economía material y simbólica a las empresas, está claro a qué conduce la privatización: descapitalización nacional, subconsumo de las mayorías, desempleo, empobrecimiento de la oferta cultural. Sólo mediante la reconquista imaginativa de los espacios públicos, del interés por lo público, podrá ser el consumo un lugar de valor cognitivo, útil para pensar y actuar significativa, renovadoramente, en la vida social.
NOTAS.-
1. Un ejemplo: los textos de Jean-Pierre Terrail, Desmond Preteceille y Patrice Grevet en el libro Necesidades y consumo
en la sociedad capitalista actual, México, Grijalbo, 1977.
2. Manuel Castells, La cuestión urbana, México, Siglo XXI, apéndice a la segunda edición.
3. Néstor García Canclini, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo-CNCA,
1990.
4. Mary Douglas y Baron Isherwood, El mundo de los bienes. Hacia una antropología del consumo México, Grijalbo,
CNCA, 1990, p. 80.
5. Idem, p. 77.